SPara algunos, la bibliografía mexicana inicia con las primeras listas de libros que se embarcaban en los navíos listos para cruzar hacia las Indias. Otros consideran que el gran antecedente de las primeras bibliografías mexicanas son obras españolas que tocan de forma tangencial la producción intelectual de América, como el Epítome de la Bibliotheca Oriental y Occidental, Náutica y Geográfica, publicada en Madrid por Juan González en 1629, o la Junta de libros de Tomás de Tamayo y Vargas, autor de la aprobación del anterior. Un lugar aparte ocupa en este panorama Nicolás Antonio quien, aunque ferviente defensor del predominio peninsular en asuntos de cultura bibliográfica, no dejó de enlistar en su Bibliotheca hispana de 1673 varias obras publicadas en México. Pero tal vez el antecedente más evidente de los primeros trabajos bibliográficos mexicanos es Francisco Antonio Figueroa De la Rosa, a quien debemos la redacción hacia 1748 del primer Diccionario bibliográfico alfabético, un catálogo razonado de las obras contenidas en la biblioteca de Convento Grande de San Francisco, una de las más ricas de la Ciudad de México.
Instigado por un comentario que juzgó ofensivo del deán de Alicante, Emmanuel Martí, en la Epistola 16 del libro 7 de su Epistolarum libri duodecim (1735), el teólogo Juan José de Eguiara y Eguren, catedrático de la Real y Pontificia Universidad de México, también fundador y animador de la Academia del Oratorio de San Felipe Neri, se lanzó en una aventura sin precedente para la región: la compilación sistemática, basada en la revisión directa y exhaustiva de materiales disponibles y en la consulta epistolar a responsables de repositorios colegiales y conventuales, de la producción intelectual manuscrita e impresa hecha desde la región septentrional del continente por autores nativos de América o que hayan escrito desde esta parte del mundo. Si bien la labor bibliográfica de Eguiara no tuvo el impacto deseado por la magnitud de la empresa que rebasó las fuerzas de su autor, dejando impresas sólo las entradas de la A a la C con sus veinte prólogos y compiladas de forma manuscrita sólo hasta la letra J (en volúmenes que salieron de México desde mediados del siglo xx), es innegable la influencia que ejerció en aquel que durante mucho tiempo fue considerado el gran bibliógrafo del México virreinal, José Mariano Beristáin de Souza. Con su Biblioteca hispanoamericana septentrional, éste tradujo, actualizó y completó el esfuerzo de su predecesor y, sobre todo, ajustó la presentación de las entradas biobibliográficas a los nuevos modelos, asentándolas por orden alfabético de apellido. Debemos al sobrino de Beristáin el tesón que permitió se acabase de publicar el tercer tomo en 1821, labor ingente que permitió la proyección de la gran labor de su tío.
La nación mexicana, que recibiría tras un largo proceso su declaración de independencia, contaba con dos miradas opuestas, aunque complementarias, sobre la producción intelectual de la época colonial. Ante dicha oposición de punto de partida entre el procriollista Eguiara y el promonárquico Beristáin, los hombres de letras del siglo xix se dedicaron a construir desde distintas trincheras una literatura nacional y dedicaron poco tiempo al análisis de su pasado bibliográfico. Además, la falta cruel de un cauce institucional para la investigación sobre cultura escrita, con las fallidas creaciones de una Biblioteca Nacional hasta su materialización en el recinto de San Agustín en 1867 tuvieron como resultado un lapso poco productivo para la bibliografía hasta bien entrada la década de 1860, marcada por pugnas ideológicas y sonadas invasiones que tendrían a su vez un impacto en la dispersión del patrimonio nacional.
Benito Juárez y Porfirio Díaz traen, en cambio, importantes aportes para la bibliografía mexicana, con el establecimiento de las condiciones materiales y culturales para el trabajo bibliográfico. Así, en 1884 se abre al público la Biblioteca Nacional en su flamante sede de San Agustín y presta servicio a los bibliógrafos que, 15 años más tarde, conformarían el Instituto Bibliográfico Mexicano. Esto, sumado al esfuerzo personal de toda una generación de escritores (tanto liberales como conservadores), dio pie a la publicación de obras magistrales en las últimas tres décadas del siglo xix.
La decisión presidencial de apoyar la creación de un Instituto Bibliográfico Mexicano se debe en gran parte al reconocimiento de la labor de José María Vigil al frente de la Biblioteca Nacional y a un ambiente propicio para la bibliografía científica a nivel nacional, con los dos grandes congresos de bibliografía y la instauración de nuevos caminos para la Bibliografía mexicana. En dicho contexto vieron la luz obras fundamentales para el estudio de la producción intelectual mexicana, como el Ensayo bibliográfico mexicano del siglo XVII de Vicente de P. Andrade o las monumentales Bibliografía mexicana del siglo XVII de Nicolás León y La imprenta en México de José Toribio Medina. Es también la época en la que se empieza a publicar el Boletín de la Biblioteca Nacional de México, que une la mirada experta de su director, José María Vigil, a la entusiasta labor bibliográfica de Nicolás León. Por otra parte, la Biblioteca Nacional ve culminar en los últimos años del Porfiriato la publicación de sus Catálogos, esfuerzo titánico de sistematización de los fondos custodiados en el ex templo de San Agustín y prueba de los vínculos intrínsecos que unen los esfuerzos catalográficos con la bibliografía.
La Revolución mexicana se llevó en su vendaval parte importante de la estabilidad cultural alcanzada durante el espejismo de prosperidad del Porfiriato. Al desaparecer lo que se había ido estableciendo como un camino natural de la bibliografía mexicana, los bibliógrafos buscan sin cesar nuevas sendas para su rastreo sistemático del pasado nacional. Varias instituciones acogen con los brazos abiertos dichos esfuerzos, como la Imprenta del Museo Nacional, pero también la Secretaría de Hacienda o la Secretaría de Relaciones Exteriores, en gran medida gracias al apoyo incondicional de grandes bibliófilos a ellas adscritos, como Genaro García. También varias editoriales culturales como Polis o Cvltvra fungen como transmisores de proyectos bibliográficos, y es indudable el interés de cierto sector de la población hacia la bibliografía, como lo muestran los esfuerzos de los hermanos Navarro por publicar en Ediciones Fuente Cultural obras maestras de la cultura americana como la Biblioteca hispano americana septentrional.
Son importantísimas las aportaciones de esta época que muestran que, aún sin contar con un marco institucional firme, la bibliografía es el resultado de una suma de voluntades individuales para llevar a cabo la necesaria radiografía de las fuentes de la identidad nacional.
A principios de los años sesenta, la bibliografía mexicana conoce un nuevo auge institucional gracias a la reinstalación, después de años de vacas flacas para la Biblioteca Nacional, de un Instituto Bibliográfico Mexicano compuesto por jóvenes investigadores reunidos y animados por el Dr. Manuel Alcalá, director de la Biblioteca Nacional entre 1956 y 1965. La transformación en 1967, gracias al tesón y profundo compromiso universitario del Doctor Ernesto de la Torre Villar, de un pequeño conjunto de investigadores adscritos a la Biblioteca Nacional en un instituto del subsistema de Humanidades dio pie a la concreción de diversos proyectos vinculados con la bibliografía de los estados, la hemerografía, así como la consecución de proyectos empezados con antelación como el Catálogo de manuscritos latinos de la Biblioteca Nacional de México o el Catálogo de impresos europeos del siglo xvi, que otorga pleno sentido bibliográfico a una parte importante del Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional. Durante muchos años, Gloria Escamilla fue el punto de referencia para las técnicas bibliográficas, autora de múltiples obras sobre técnica bibliográfica y catalográfica.
En la década de 1980 nació en el iib el proyecto de Seminario de Bibliografía Mexicana del siglo xix, que daría pie a publicaciones de gran relevancia para el estudio de la producción cultural de dicha centuria, tanto monografías como publicaciones periódicas. Fondos de trascendencia inigualable de la Biblioteca Nacional, como la Colección Lafragua, fueron analizados y descritos pormenorizadamente, y otras instituciones acogieron a su vez grandes proyectos bibliográficos como el INAH con su colección Fuentes o el INBA con Diccionario biobibliográfico de escritores mexicanos del XX, convertido en su paso de lo analógico a lo digital en Catálogo bibliográfico de la literatura en México, por citar sólo algunas. Esta etapa en la vida de la Bibliografía mexicana atestigua cómo la conjunción de un marco institucional con la suma de voluntades y contribuciones produce un suelo fértil para los proyectos bibliográficos.
Lo digital ha invadido prácticamente todos los ámbitos de la vida actual; la bibliografía no ha sido ajena a esta tendencia, de la que ha sabido aprovechar los beneficios principales, como la posibilidad de actualización permanente de los contenidos, la corrección en tiempo real de errata y, por otro lado, la no restricción inherente a un espacio material que tendía a limitar la extensión de las publicaciones bibliográficas y constreñir la información. Los primeros grandes proyectos digitales han sido tradicionalmente conversiones digitales de proyectos bibliográficos impresos, cuyo resultado ha tendido a un crecimiento exponencial en los ítems enlistados y la profundidad de la descripción bibliográfica. En esta categoría se incluyen proyectos donde se vuelve tenue la frontera entre bibliografía y catalogación, como bien lo muestran los títulos de diversos productos. Actualmente, la tendencia ha sido una creciente internacionalización de los proyectos, que apuntan a la inclusión, con criterios uniformes definidos de forma consensual, de materiales provenientes de fondos muy diversos en la geografía y la orientación general. Si quieres consultar esta presentación, contáctanos por Twitter @iibunam con el hashtag #BibliografiaMexicanaDigital